La evolución del ser humano muchas veces se logra a través de retos que parecen inalcanzables, y los premios siempre han sido un gran estimulante para avances históricos.
Corría el año 1919 cuando por primera vez se hizo un vuelo que atravesó el Atlántico Norte desde Terranova (Canada) hasta Irlanda. Este hito fue el que hizo a Raymond Orteig, propietario del Hotel Lafayette de Nueva York lanzar un reto al mundo.
Daría un premio de 25,000 $ al primer piloto que lograse cruzar en avión el Atlántico, volando desde Nueva York a París o viceversa durante los próximos cinco años. Aquello era en esos años era tan impensable e improbable, que el premio quedó desierto, ni siquiera nadie lo intentó. Orteig renovó su compromiso por cinco años más.
Dos años después, en 1926 surgieron los primeros candidatos, lamentablemente fallecieron antes de despegar al partirse su avión por exceso de equipaje. Los mejores pilotos y marcas de aviación se pusieron a luchar por el premio y este reconocimiento mundial.
Tras ellos corrieron igual suerte, experimentados y laureados pilotos con las mejores empresas de aviación colaborando a su lado, independientemente de si partían desde Europa o América, todos fallecidos o desaparecidos.
Entonces apareció en escena Charles Lindbergh, con diferencia el menos experimentado de los que hasta ahora lo habían intentado. Los mejores fabricantes de aviones y motores se negaron a venderle nada, pues su prestigio quedaría en entredicho después de este fracaso anunciado.
Los medios de comunicación, lo apodaron el «tonto volador» y nadie creía en él. Estaba predestinado a la derrota y era juzgado por todos como perdedor, iluso, inconsciente,…
Pero lo bueno de los premios es que cualquiera puede aspirar a ellos, y como en otras ocasiones sucede, la vida premió a Lindbergh quién voló desde Nueva York a París durante treinta y tres horas, y marcando una proeza inolvidable en el tiempo, y que revolucionó la industria aeronáutica.
Solo dieciocho meses después se abrieron los primeros vuelos comerciales entre ambos destinos, se multiplicó el número de pilotos, de pasajeros y de empresas que apostaron por la aviación como medio de transporte entre ambos continentes.
Fe total en si mismo, tener más ilusión que experiencia, luchar contra los elementos, no disponer de ayudas, apostar por la creatividad para tener un avión competitivo, estudiar más las condiciones de vuelo al tener menos colaboradores a su lado, ignorar las críticas y ridiculizaciones, … fueron claves para convertir a Charles Lindbergh todo un héroe nacional y mundial.
Lindbergh obtuvo después de esta hazaña muchos más premios y condecoraciones, incluso un Premio Pulitzer.
Cuando creamos en algo, da igual si nos llaman «el tonto volador» pongamos toda nuestra pasión en esa ilusión y la probabilidad de éxito se multiplicará exponencialmente. Seamos tontos voladores.